Por: Rafael Álvarez Cordero*
Al bajar por una colina, veo un grupo de esquiadores que tiene encima de sus chamarras unos letreros que dicen “esquiador ciego” y que bajan tranquilamente por las rutas nevadas.
LAKE TAHOE, Nevada.- Bajo la nieve, literalmente bajo la nieve, contemplo un espectáculo que me conmueve y me lleva a reflexionar sobre la maravilla de la naturaleza humana.
En estas montañas nevadas, cada año millones de hombres, mujeres y niños se lanzan cuesta abajo provistos solamente de dos esquíes o de una tabla que dominan con destreza con los pies.
Hace mucho tiempo, al comenzar mi carrera como médico en la ciudad de Denver, conocí la nieve y conocí los esquís y descubrí el extraño placer (extraño para nosotros, tropicales) de deslizarme en esa capa blanca, en medio de un silencio de catedral, rodeado de altísimos abetos que de vez en vez dejaban caer la nieve acumulada. No niego mi pasión por el esquí, aunque reconozco que como esquiador soy bastante ñengo.
Pero ahora tuve la ocasión de ver nuevamente dos espectáculos que me es difícil describir: al bajar por una colina, veo un grupo de esquiadores que tienen encima de sus chamarras unos letreros que dicen “esquiador ciego”. Son niños y adultos que, acompañados por sus lazarillos, descienden tranquilamente en las rutas nevadas mejor que si tuvieran una visión perfecta. Siempre se ha dicho que la falta de uno de los sentidos aguza los demás, pero me es difícil imaginar, por un lado, la destreza que se requiere para descender en la nieve calzando los esquís y, por otro, entender qué sienten, cómo perciben las experiencias de deslizarse en la montaña. Ante ellos, no puedo menos que admirarlos, como admiro también a quienes los guían.
Junto con ellos, vi a tres o cuatro atletas parapléjicos que se deslizaban por la montaña sentados en un pequeño asiento provisto de un esquí y, en lugar de los palos de control, llevaban dos pequeños esquíes. Mucho más osados que los invidentes, estos jóvenes, tal vez veteranos de las horrendas guerras que han causado tantas víctimas, sacan fuerza de su invalidez y, a pesar de estar paralíticos de la cintura para abajo, disfrutan como si tuvieran todo su cuerpo sano.
Me sorprende la entereza de estos seres humanos y la fuerza y la decisión requeridas para superar sus limitaciones y vivir en forma plena.
Tres cosas vienen a mi mente. Por un lado, el extraordinario desarrollo que ha tenido en Estados Unidos todo lo relativo a la rehabilitación, la defensa y la protección para los minusválidos, cualquiera que sea su problema —vale la pena leer un número reciente de National Geographic que aborda ese tema—, y la ayuda que se dan entre sí y que reciben de quienes los rodean.
Por otro lado, pienso en las enormes limitaciones y carencias que tiene nuestro país en términos de atención a los minusválidos y la indiferencia con la que muchos de nosotros actuamos frente a ellos.
Pero, sobre todo, pienso: ¿qué hacemos con nuestro cuerpo nosotros que tenemos salud?, ¿cómo cuidamos y disfrutamos de esa única e irrepetible envoltura que es nuestro cuerpo?
¿Es válido argüir pretextos para no hacer ejercicio, cuando ello no cuenta para esos maravillosos hombres y mujeres?
*Médico y escritor
miércoles, 17 de febrero de 2010
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